domingo, 7 de abril de 2013

Rojo Carmesí



El terciopelo que colgaba sobre el escenario siempre había sido rojo, como si hubiera una necesidad de calor alrededor, un rojo carmesí  más intenso que el fuego, que vibraba con las palabras, que enmarcaba las ilusiones apasionadas de quienes parecieran destinados siempre ha encontrarse una y otra vez. Pero esta vez, el rojo era azul, era el azul más gris que nadie haya visto antes, como un adolorido presagio que hería el aire, que congelaba aletargando el alma y la sangre.

Rosario preparaba las palabras que tenía que decir, ensayaba los suspiros que hasta ese día salían naturales, sus manos eran suaves, delicadas, sus dedos se movían tan felices al ritmo de un dulce vals que nunca se acaba, sus brazos delgados conmovían y se revolvían decidiendo el camino, la verdad y la vida. Estaba lista para la función. Sabía que junto a ella siempre estaría compartiendo escena Juan, ese hombre que tanto observaba mientras interactuaban, ese no sé qué que sienten las mujeres cuando quieren decir algo y no se atreven, eran los protagonistas de una historia deleitosa. Él, festejado siempre por su delicada palabra, por la espontanea risa contagiosa, porque para ella era el mejor dando vida, como si donara su propio corazón y se esforzara por meterlo en el corazón de otro, aunque no hubiera ningún espacio para ello.

Al recinto la gente iba llegando, algunos buscaban desesperadamente ocupar un asiento cercano al escenario, una conspiración de testigos, de espías, seductores, amigos y enemigos, una espuma marina, pequeños espectadores del mundo, que contemplaban lo que aún no podían entender, listos para llorar y llorar de risa, tiernos jueces, atentos como si estuvieran convenidos naturalmente a guardar silencio, el público más refinado porque su apreciación sobrepasa los límites, porque capturan las escenas y las palabras como si se endiosaran con ellas, porque tenerlos en la mano es el trabajo más difícil del día, pues cualquier pequeño descuido podría perderlos en un vórtice de gritos al que nadie quisiera llegar. Las luces tomaron sus puestos, respiraron profundo y extendieron sus brazos hasta un lugar cualquiera, donde dos seres habrían de encontrarse.

 La historia reflejaba la visión lúdica de dos personajes que celebran la vida y el amor, un vericueto de musicales, chistes, lánguidas voces, brincos, bailes y más brincos, pequeños diálogos cargados de dulce y un beso, la escena del beso era la favorita de Rosario, porque sólo imaginando podía sentir el cálido tacto de su compañero.

Juan le daba vida a Hilario, el personaje principal, pequeño como los días de invierno, con una gran sonrisa y unos grandes ojos cafés, sus palabras eran cortas, parecía inseguro y frágil como las aves migratorias que se quedan retrasadas, pero de buen corazón, el pequeño héroe de los sueños de un lugar cualquiera; por su parte, en manos de Rosario estaba Ignacia, quien pensaba que en la vida las cosas permanecían para siempre, que la suma de uno más uno irremediablemente siempre sería dos, que detrás de todo verbo conjugado siempre hay un sujeto, era delicada cuando se daba cuenta que la prisa no era necesaria para respirar, difícilmente se le escuchaba decir una de esas palabras que remueven el estómago al más incauto e ingenuo de los hombres, su piel tan delicada por la urdimbre y la trama, y sus manos tan frías y quietas que perdían fuerza cuando Rosario en realidad miraba a Juan.

La historia terminó, el público lleno de alegría se fue repitiendo el estribillo de la última canción, las luces se cruzaron de brazos, y Juan, llegando con paso lento como quien tuviera un remordimiento de algo que nunca supo que hizo, tras bambalinas, anunció a Rosario y a sus otros compañeros, que dejaría el teatro porque se mudaría a otra ciudad por la enfermedad de su madre.

El corazón de Rosario se apagó, se quedó callada como siempre, por un momento se desesperó porque su boca era incapaz de decir nada, de confesar su alma, no entendía los malabares del destino, se enojó con Dios en ese momento, ese tramoyista maldito que extinguió el rojo, le rogaba para que con toda su omnipotencia la poseyera y moviera sus manos y su boca para obligar a Juan a quedarse, a no dar un paso más, pero sabía que eso no sucedería, entró a su camerino, tomó entre sus brazos a la pobre Ignacia, entendió su pena y lloró con ella, aunque sabía que el fieltro era incapaz de llorar, desenredó sus brazos y sus piernas que caían sin vida, le dijo al oído “Todo estará bien” y la guardó en su caja de una madera tan afable como la tristeza, sabía que al otro día Ignacia tendría que salir a escena, que nada sería igual, que sus manos caminarían diferente, quizá más lento, porque el corazón que daba vida al Hilario que ella amaba se habría ido a otro lado.

Daniel Vargas Zúñiga
29 de septiembre de 2011



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